Hay un daño silencioso que a menudo nos infligimos sin ser conscientes de su profundidad. No es visible como una herida en la piel, pero marca profundamente nuestra salud y nuestro campo energético y espiritual: la autoexigencia, la crítica constante y la falta de aceptación hacia nosotras mismas.
Cuando nos juzgamos con dureza, cuando nos comparamos, cuando creemos que nunca somos suficientes, nuestro cuerpo se convierte en un territorio hostil. El Espíritu, que necesita habitar un lugar seguro y de aceptación, comienza a retirarse. Las abuelas lo llamaban también ¨susto¨. Entonces quedamos atrapadas en un cuerpo que se siente inhabitable, conducidas únicamente por la mente —esa misma mente que alimenta el dolor. Es ahí donde nos perdemos.
Nuestra mente es un jardín fértil, pero en la sociedad actual suele transformarse en un campo de batalla. Las redes sociales, los estándares superficiales de belleza, los ideales irreales de perfección… todos estos mensajes se instalan como semillas tóxicas en nuestro interior. Nos comparan, nos disminuyen, nos recuerdan constantemente todo lo que “no somos” pero todo esto es una distracción. En ese ambiente, es natural que surja la desconexión. La energía vital se debilita y el espíritu se aparta, incapaz de florecer en un espacio donde predomina el miedo y el dolor.
Muchas personas conocieron esta hostilidad en la infancia, en la escuela, sufriendo bullying o algún otro tipo de abuso. Y hoy, en la adultez, quienes perpetuamos ese maltrato somos nosotras mismas.
El primer paso para sanar es empezar a reconocer esa voz que nos ataca desde dentro, que no es nada más ni nada menos que nosotras mismas. Observarla como lo que es: un depredador. Esa mirada clara es la llave más poderosa, porque cuando lo vemos de frente, deja de confundirnos. Cada vez que aparece, podemos identificarlo y devolverlo a su lugar. Basta un simple ejercicio, un decir con firmeza: “Silencio, ahora no te doy el poder, no te necesito, retírate”. Es un acto de soberanía sobre la mente, una forma de recordarnos que somos nosotras quienes elegimos hacia dónde conducir nuestros pensamientos.
Los pensamientos son las semillas que alimentan nuestros cuerpos. Cuando son claros, mantienen abiertos los canales de comunicación con nuestra alma, permitiéndonos escuchar su voz y caminar en coherencia con nuestro propósito. Cuando son tóxicos, en cambio, bloquean esos canales, generan interferencias y nos hacen incapaces de percibir la guía de nuestro espíritu. En esas semillas se define el verdadero hogar del espíritu: un espacio fértil y seguro, o un terreno árido e inseguro.
Sembrar conscientemente, elegir cada pensamiento como semilla de Amor y no de destrucción, es una práctica cotidiana de sanación. Así el cuerpo vuelve a ser un templo, el espíritu regresa a su morada y nuestra vida recupera su dirección.
Cuando se realiza un proceso terapéutico con plantas medicinales podemos llegar a tocar directamente esa dimensión del dolor y el daño. La medicina nos muestra el sufrimiento que nos hemos causado y nos revela que, en nuestra inconsciencia, hemos profanado lo sagrado. Pero también nos revela que el espíritu nunca se ha ido del todo, que está allí, paciente, listo para volver a tomar el poder. Solo entonces nace la certeza de que merecemos nada menos que el Amor. Es en esa revelación donde podemos perdonarnos por el daño causado.
En mi experiencia, es sólo re-conectando con nuestra Madre Tierra y sus medicinas que logramos tocar esa sacralidad, que podemos recordar que somos hijas de la Tierra, que no estamos solas, que tenemos un ser infinito, que es el tenuestra vida es un tesoro, que somos dignas de habitar en el amor, y que desde ahí todo lo demás florece.
Con amor,
Tatiana.

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